LA PLAZA GODOY
Vivía en Florida una mujer a quien la gente del barrio llamaba doña Normita. Tenía ochenta y ocho años.
Una tarde de primavera se
encontraba soñando despierta, sentada en un banco de la plaza Godoy.
Soñaba con imágenes del pasado,
mientras alimentaba a las palomas.
Había querido casarse.
Había querido tener un bebé.
Había querido tantas cosas que la
vida no le había permitido tener, que una amarga desazón se apoderaba de su
alma cada vez que pensaba en éstas, y su rostro se volvía más arrugado y más
gris y más viejo, y sus hombros temblaban casi imperceptiblemente, y sus manos
manchadas perdían la fuerza y reposaban inmóviles sobre el regazo de su vestido
azul.
Pero las palomas, alborotadas,
pedían y pedían, y doña Normita, arrancada de aquel ensueño, reaccionaba,
convirtiendo el pan en miguitas y arrojándoselas.
Fue esa misma tarde de primavera que don Alfonso decidió sacar a Roscoe, su pequeño caniche, a dar una vuelta por la plaza Godoy.
- ¡Doña Normita! ¡Qué agradable
sorpresa encontrarla! ¡Qué bien se la ve!
- No exagere, don Alfonso, que
los años han hecho mella en esta vieja y bastante se nota. Igualmente le
agradezco el cumplido. En cambio a usted la vida no lo ha tratado mal…
- ¡Jaja! No crea, buena señora,
que he tenido mis momentos. Como todo el mundo, ¿no?
- Sí, sí, como todo el mundo…
- ¿Puedo acompañarla? - interrogó
él, señalando el banco.
- Por supuesto, don Alfonso, por
favor, siéntese.
Cuando don Alfonso tenía
dieciocho años y doña Normita tan sólo dieciséis, habían sido novixs por dos
semanas.
El trabajo, los viajes, las
responsabilidades y el mismísimo paso de los años se encargaron de desgastar
esa cercanía que ni siquiera los padres de ambos, de forma bastante enérgica,
habían logrado destruir.
Mas ella nunca había dejado de
pensar en él. Nunca había vuelto a estar con otro hombre, a pesar de que,
durante su juventud, había sido una mujer que despertaba el deseo de muchos de
los muchachos del pueblo y era constantemente cortejada, siempre por algún
nuevo pretendiente, a causa de su notable belleza.
Don Alfonso, en cambio, se había
casado y luego había enviudado. Y tenía cuatro hijas, que a su vez tenían nueve
hijos, a quienes amaba profundamente.
Tiempo atrás, había dejado Florida
por cuestiones de trabajo, para regresar cincuenta años después y cruzarse con
doña Normita… con su vestido azul, sus manos manchadas y su añoranza del
pasado.
- Dígame por qué, doña Normita, ¿por qué?
- No comprendo, don Alfonso, ¿de
qué me habla…?
- ¿Por qué esa tristeza aguda que
veo recorrer su cara a cada momento? ¿No le gusta su vida?
- Ay, querido mío, si usted
supiera… Las cosas no han salido como yo deseaba.
- Cuénteme, buena mujer, cuáles
son esas cosas.
- Bueno… En primer lugar… yo
desearía haberme… bueno… casado.
- Oh… ¡Jaja! Entiendo… Y, dígame,
¿cómo cree que sería ahora su vida si usted se hubiese casado?
- Un poco menos solitaria, don
Alfonso, eso es obvio. Como la suya, quizás… Que vive rodeado del amor de su
familia.
Don Alfonso miró a doña Normita a
los ojos con firmeza. Algo parecido a un reproche se dibujó en sus pupilas.
- Norma -comenzó a decir-, nada
es tan simple…
Doña Normita lo observó con atención. Su semblante denotaba sorpresa.
-La historia es así: -continuó
don Alfonso- Primero uno se enamora. Luego, se junta. Luego, se casa. Y luego
(pero no tan luego) comienzan a aparecer las demandas, los reproches, los
problemas. Luego llegan los niños, que luego crecen y de repente es su turno
para demandar y reprochar con impunidad. El dinero escasea y el trabajo
aumenta…Y así sucesivamente. Y yo llegué a pensar lo siguiente: no estaría tan
cansado si no trabajara horas extra; y no tendría que trabajar horas extra si
no tuviese que ganar más dinero; y no tendría que traer más dinero a casa si no
tuviese tantas bocas que alimentar; y no tendría tantas bocas que alimentar si
hubiese hecho caso omiso de los reproches, las demandas y las ansias por
experimentar (repetidamente) la maternidad de una esposa tan… desequilibrada; y
no tendría que lidiar con su inestabilidad si no me hubiese casado con ella; y
no me habría enamorado de ella si no la hubiera conocido; y no la habría
conocido si no hubiese dejado Florida… Y no habría dejado Florida si no hubiese
estado tan cansado, ¿lo ve? ¡Tan irónica es la vida! ¡Tan absurda! Volví aquí
para descansar de aquella vida; misma razón por la que partí, hace cincuenta
años atrás… ¡Para descansar de esta! ¿Comprende, doña Normita?
- ¡Pero ahora es feliz, don
Alfonso! ¡Se le nota!
- Si, mi querida señora, pero el
precio que pagué fue muy alto. Y es incierto el futuro, nunca sabemos lo que
nos deparará. ¡Fíjese que fue el cansancio lo que me empujó a irme, a cambiar,
que fue lo que me llevó a conocer a mi mujer, que fue lo que me llevó a tener a
las niñas, que fue lo que me llevó a trabajar así, que fue lo que me llevó a
estar tan cansado!
- ¡Está bien, está bien, don
Alfonso! ¡Ya entendí! Pero, de todas formas, esa es su historia, no la mía. Yo
comprendo lo que usted me dice, pero mi tiempo se acabó y aquello que en la
vida no hice ya no lo haré.
- ¡Pero existen otras cosas,
mujer! Y, además, lo que pasó, pasó, ¡No sirve de nada deprimirse por eso!
- No. Tiene razón, don Alfonso…
Ya no tiene sentido. Ahora, si me
disculpa, me iré a casa, es tarde ya.
- Oh, sí, adelante, doña Normita,
vaya, vaya nomás… Imagino que nos veremos por aquí en estos días. Viene seguido
a alimentar a las palomas a esta plaza, ¿verdad?
- Todos los días, don Alfonso. No
tengo nada más que hacer.
Don Alfonso volvió al día siguiente,
y al otro, y al otro, pero no volvió a ver jamás a doña Normita sentada aquel
un banco de la plaza Godoy, alimentando a las palomas, con su vestido azul y
sus manos manchadas y su añoranza del pasado.
Y no pudo saber qué fue de ella,
pues nunca le había dicho dónde vivía y no conocía a nadie que supiera.
“Llevaba una vida solitaria"
era lo que todxs lxs vecinxs de Florida respondían cuando él preguntaba por su
paradero.
Y así pasaron los días y el
cansancio de indagar por aquí y por allí aumentaba en don Alfonso. No se
consideraba a sí mismo un hombre que se cansara rápido, pero por fin se rindió
y dejó de buscarla. Tan sólo se dedicó a pensar, menos obsesionado, en el asunto.
- ¿Qué le habré dicho que la
ofendiera tanto?- se preguntaba constantemente. Y una amarga desazón se
apoderaba de su alma cada vez que pensaba en esas cosas, y su rostro se volvía
más arrugado y gris y viejo, y sus hombros temblaban de angustia, y sus manos
manchadas perdían la fuerza.
Marina Melantoni © Todos los derechos reservados.
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